El cuidador de pájaros

Por Javier Mejía

Siempre que llegaban a la casa de “los capitanes”, en Constituyentes, me asombraba tanto ver la forma en que cargaban las jaulas una encima de la otra hasta formar torres de más de dos metros. Con algunos trapos las sujetaban de su cabeza y apoyados en su espalda caminaban por nuestras calles en la colonia Daniel Garza.

Y como mi abuela, mi mamá y mis tías les compraban pájaros pues a veces los vendedores llegaban directo al número 48 para poder persignarse. Descansaban la pila de jaulas y enseguida se escuchaba el barullo de las aves como si estuvieran en feroz batalla con sus desesperados aleteos, dejando caer una que otra pluma de entre los barrotes de bambú.

En eso, las potenciales compradoras salían, y atrás de ellas el chamaquerio que quería identificar a los gorriones, canarios, pericos, cardenales, loros, entre otros.

Mientras que las partes acordaban la compra -venta, de modo que el pajarero se disponía a sacar al mejor ejemplar, según ofreció, y lo alcanzamos escuchar casi culminado el trato.

Luego, entraban a la casa y le abrían la reja a las jaulas para meter al nuevo huésped, los residentes se preparaban para darles la bienvenida al puro estilo avícola con uno que otro picotazo, de vez en vez.

Conforme pasaban los días, los pájaros más viejones ordenaban dejar en paz a los nuevos inquilinos y, poco a poco, les permitían ciertas cosas como poder ocupar parte del palo que atravesaba la jaula para dormir, así como bañarse y comer a determinadas horas.

Recuerdo que afuera de cada una de las casas, la abuela, mi mamá y mis tías ponían las jaulas hechas de varillas metálicas, con una charola de base y bebederos de plástico de varios colores sobretodo rojo, azul y blanco.

Así es que las aves han sido parte importante sobre todo durante la etapa de mi infancia en la Ciudad de México .

También me impresionaban cuando andan libres en parvadas surcando cadenciosamente los cielos y con ritmo sincronizado cual mancha voraz que, vibrante, se perfilaba hacia la arboleda perdiéndose entre sus ramas.

Pasadas unas cinco décadas aún conservo la capacidad de asombro, cuando por las mañanas escucho un ligero picoteo en el marco de mi ventana exterior para llamar mi atención y salir a darles de comer.

Los pájaros, a su manera, se comunican y se llaman porque el instinto les dice que habrá comida, y empiezan a salir de las ramas del frondoso árbol de limones y de una palma contigua recién rasurada. El instinto y el hambre los llama.

Cada vez son más y de varias clases y tamaños. Aquello era un alboroto, los pajarillos silban y se acomodan para comer el alpiste que les lanzo desde el balcón.

El hecho de verlos de algún modo contentos con sus cantos y el cantoneo que muestran al volar, así como ver que las pájaras les llevan semillas a sus crías, con eso me quedo, más allá de algunas quejas porque hay quienes los ven como una amenaza y como una maldición.

Esa creencia se fue apoderando de la gente, ya que la mancha negra crecía y sólo quien los alimentaba y los cuidaba tenía el poder de controlarlos para que no atacaran a la población, tal y como ocurría en las novelas de ficción llevadas a la televisión y al cine.

El miedo se apoderaba de propios y extraños, y sólo el cuidador de pájaros tenía el poder sobre las miles de aves que se apoderaban del firmamento proyectando obscuridad y anunciando tempestades.

La gente entró en pánico ya que algunos pájaros empezaron a desobedecer al cuidador y empezaron a picotear comida y hasta atacaron a quienes se negaban a darles semillas.

La situación empezó a salirse de control de manera que la muchedumbre enardecida su juntó en la plaza pública y acordaron ir a la casa del cuidador de pájaros para que pusiera en orden a las parvadas pues de lo contrario se atendría a las consecuencias, con la amenaza de que correría sangre de que sería linchado.

El malestar social crecía, pues ya se habían registrado las primeras víctimas. Un grupo de inconformes, los más radicales, hicieron un plantón afuera de la casa del cuidador de pájaros y enardecidos empezaron a golpear el portón prendiéndole fuego, cuando se escuchó;

—Despierta, despierta parece que tienes pesadilla. Ya pasó, tranquilo, le decían mientras limpiaban su frente sudorosa y buscaban tranquilizarlo.

Al final nada evitó que el cuidador de pájaros siguiera deleitándose con el canto y el cantoneo de sus fieles seguidores, independientemente de las quejas y las ficciones…tan, tan…

 

 

 

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