
Historias de Ciudad: Tomás Esquivel, más que un yerbero, un amigo
- Javier Mejía
- 27 de abril de 2024
- Mexicali, Opinión
- 1 Comment
Por Javier Mejía/II
Cada vez que Tomás Esquivel sonreía asomaba un diente plateado en medio de su dentadura. La franqueza era parte de su esencia. Tenía una voz tenue y una sonrisa a flor de piel. Era como los amigos que se reciben con gusto y con los brazos abiertos.
Siempre dueño de su espacio de trabajo, de escasos dos metros cuadrados, donde desde temprano instalaba una tabla apoyada en dos bases metálicas para poner sus mercancías y, a lo alto, armaba los cuatro tubulares que soportaban una lona color rosa que unia con mecates para protegerse del sol y de la lluvia durante su jornada laboral.
— Cómo estás Javier, pásale qué vas a llevar?, me decia.
— Bien, Tomás. Hazme un té preparado para mi garganta y otro para mi panza. Quiero también unos jabones. Qué más traes?, ahhh, y también unos inciensos
— Siéntate, cómo te ha ido?. Deja ahí tus cosas. Ahorita te los preparo, expresaba con esa tranquilidad y con ganas de hacer la plática, mientras sacaba de su bolsillo un cigarro Raleigh de la arrugada cajetilla amarilla con franja color rojo. Esa que seguramente ustedes, amables lectores, recuerdan con la figura del inglés Sir Walther Raleigh, quien introdujo el tabaco a Inglaterra, y portaba su clásico sombrero con una pluma a un costado y un gran moño que parecía un collarín.
Bajito de estatura y de pelo negro rizado, Tomás siempre fue atento con sus clientes y muy paciente al explicar la función medicinal y curativa de la herbolaria, también lo esotérico de sus innumerables productos
Conmigo también siempre fue gentil y sincero, desde que me ofrecía pasar y me acercaba un banquito y, tras hacer su venta, empezábamos a platicar sobre cosas simples de la vida cotidiana, de los amores y desamores mutuos, de su estado de salud, de la ruta de los sobreruedas que durante la semana recorría cargando y descargando su mercancía.
Aquellos eran costales llenos de bolsas plásticas transparentes repletas de hierbas con sus respectivos nombres, otras con ojos de venado, jabones de diversos aromas, figuras de la Santa Muerte, crucifijos, medallas de fantasía, budas rellenos de semillas, moneditas doradas y amuletos, estrellas de David, tréboles de cuatro hojas, veladoras aromáticas con imágenes divinas, vitaminas marca Sukrol, Toni Col sabor vainilla bastante azucarado, etcétera, etcétera.
Pocas veces miré a Tomás levantar su puesto, pero si alguna vez cuando temprano llegaba al Tianguis en su viejo Pickapcito lleno al tope de mercancía sujeta con una cuerda de hilo cáñamo cruzado por varias argollas de lado a lado del vehículo que fue parte muy importante de su vida.
A veces comíamos en su puesto, el único en su giro comercial. Un jueves era taco placero que llevaba bistec, papas y nopales con una buena ración de salsa roja, otros unas ricas quesadillas con chicharrón prensado o tacos de longaniza con papas, de moronga con chicharrón con rebosante cilantro, cebolla y salsa roja. En su caso, las famosas tlayudas que son tostadas ovaladas de maíz azul con frijoles, nopales, cebolla, cilantro, salsa roja y queso rallado espolvoreado, los tacos de cecina, el chamorro y más y más…A poco no se les antojó?
Junto al puesto del yerbero Esquivel, estaba el de la señora Micaela Reséndiz, quien vendía servilletas para las tortillas, hilos, botones, agujas, cierres, dedales, baberos, aros de madera para bordar las telas, entre otros. Ella siempre estaba de buenas, aunque las ventas no fueran lo deseable. Alegre y muy platicadora. Nuestra primera impresión fue mutuamente buena de manera que bromeábamos mucho los tres y cuando iban sus dos hijas todo era «chorcha» y buenas vibras.
Del otro lado, una pareja de comerciantes vendían aguacates de cáscara delgada, verdes y negros, chicharrón de piel y prensado envuelto en yute tejido entrecruzado, así como ensaladas preparadas de nopales, habas, coliflor, con abundante tomate, cebolla y cilantro. Todo un manjar.
Así eran los días jueves por las mañanas y hasta caer la tarde en el Tianguis de la colonia Garza, justamente en la calle de Villegas, donde desde muy temprano los comerciantes empezaban a armar sus puestos muy ordenados y uniformes. Ponían dos hileras en las banquetas, dejando dos largos pasillos que daban vuelta a las calles de Rincón Gallardo y Monterde, en el barrio de Tacubaya.
Corría la segunda mitad de la década de los 80, del siglo pasado. La ciudad era respirable, transitable, siempre caótica pero funcionalmente maravillosa, como hasta la fecha.
Cuando era niño y adolescente era una costumbre bajar al Tianguis en compañía de mi mamá Catarritos para ayudarle a cargar las bolsas del mandado. Después, lo hice como adulto –1986– siendo reportero en los gloriosos tiempos del periódico unomásuno, donde felizmente mis días de descanso eran jueves y viernes que yo disfruté acompañando a tremendos personajes de la cotidianidad en los Tianguis de la ciudad de México.

Pablo Mejia
Muy bella remembranza carnal, me trasladó 45 años al pasado, como olvidar aquellos inolvidables y gloriosos tiempos. Saludos